Nadie, ni siquiera los más sabios, sabía con exactitud cuándo comenzó la ascensión de la temperatura. Algunos la atribuían a un lejano acontecimiento olvidado, otros a las infinitas combinaciones del azar, pero todos coincidían en un hecho simple y aterrador: el mundo, poco a poco, se estaba convirtiendo en un horno implacable. No se trataba de un verano interminable, ni de una consecuencia de la negligencia humana. Era, para muchos, el lento desvelarse de un misterio cósmico que no dejaba lugar a la redención.
En un pequeño observatorio situado en un rincón remoto del planeta, el doctor Roldán, un hombre que había dedicado su vida a medir lo que nadie veía, fue el primero en entender lo que estaba ocurriendo. Descubrió que la temperatura global no solo estaba subiendo de manera desmesurada, sino que había alcanzado un punto de no retorno y que la causa estaba en las acciones humanas. Era como si una invisible mano hubiera girado un engranaje ancestral, condenando a la Tierra a un fin inminente.
Roldán, un hombre de palabras precisas y pensamientos aún más claros, trató de advertir a quienes se encontraban en los altos mandos del saber y del poder. Sus informes fueron exhaustivos, cargados de cifras que mostraban con claridad una tendencia irreversible. Sin embargo, lo que recibió a cambio fue silencio, seguido de burlas, y finalmente, indiferencia. El calor, que se propagaba lentamente, no era visible en las grandes ciudades donde los políticos y magnates gobernaban. En esas cúpulas de vidrio y acero, el aire acondicionado disfrazaba la realidad, ocultando la verdad de un mundo que ya empezaba a arder.
La historia se repite, como bien lo saben los hombres que leen a Heródoto y a los profetas bíblicos. Así como se ignoraron las advertencias sobre un diluvio o sobre el inminente ataque de un ejército, se ignoraron también las predicciones de Roldán. Al principio, el calor era solo una molestia. Las estaciones parecían confundirse, pero las lluvias aún llegaban, y las noches ofrecían un respiro. Sin embargo, con el paso de los años, el sol se hizo más implacable, y la tierra comenzó a secarse como una hoja de pergamino.
Un día, casi sin advertirlo, la humanidad se encontró al borde de un abismo. Las cosechas fallaban, los ríos se evaporaban, a los bosques les robaron los árboles, la inteligencia se volvió artificial y las ciudades se convirtieron en hornos gigantescos. Solo entonces el nombre de Roldán comenzó a circular en los corredores del poder. Pero ya era demasiado tarde. Los intentos por revertir la catástrofe fueron tan inútiles como los rezos para detener una tormenta. Se organizaron reuniones globales a las que solo se podía llegar en avión privado, se discutieron soluciones imposibles, pero el calor, como una fuerza incorpórea, seguía su curso, sin dejarse persuadir por la desesperación de la especie humana.
Otro día, mientras la temperatura derretía el pavimento de las avenidas, Roldán fue llamado a una última conferencia con los líderes del mundo. La sala estaba llena de personajes que él había visto antes solo en los noticieros: presidentes, empresarios y científicos célebres. Uno de los empresarios trató de calmar la audiencia explicando su ruta para escapar a Marte, para lo cual solo le faltaba construir el vehículo y la estación en aquel planeta, porque lo restante ya estaba casi listo. Todos ellos tenían el mismo semblante de incredulidad disfrazada de pragmatismo. Le pidieron, con una especie de solemnidad absurda, que explicara de nuevo lo que ya había dicho tantas veces. Roldán, sabiendo que su voz era la de un hombre que predica ante sordos, accedió.
“El mundo”, dijo con una calma que sorprendió incluso a los más escépticos, “Se encuentra al borde de un colapso térmico. Hemos sobrecargado el delicado equilibrio que mantenía nuestro planeta. No hay manera de enfriar lo que hemos calentado. El fuego que arde en el corazón de la Tierra ha despertado, y no puede ser apagado”.
Uno de los líderes, un hombre que había hecho su fortuna construyendo máquinas para extraer petróleo, se levantó y le preguntó, casi con burla: “¿No hay acaso una solución? Siempre la hay, ¿no es cierto?”.
Roldán lo miró, no con odio, sino con algo más profundo: compasión. “No”, dijo simplemente. “El fuego es nuestro destino”.
Lo que siguió fue un silencio absoluto. La gravedad de las palabras había caído sobre ellos como una pesada capa de plomo. Sabían, todos lo sabían, que ya no había salvación posible. Algunos se levantaron y se fueron, otros quedaron inmóviles, como si una revelación los hubiera transformado en estatuas. Para fortuna de sus mentes, excepto para la de Roldán, al otro día se les había olvidado ese instante pertubador.
Era domingo y Roldán caminó por las calles ardientes de la ciudad, viendo cómo el cielo, antes azul y límpido, se convertía en un manto de brasas. Al llegar a su casa, miró por última vez el termómetro en la pared, que marcaba una temperatura imposible. Se tumbó en su cama, cerró los ojos y pensó en los antiguos textos, en aquellos que hablaban de un fin envuelto en llamas, en un ciclo eterno de creación y destrucción. Quizás todo esto, pensó, no era más que el destino de los hombres, reflejado en el espejo del fuego.
Y así, como en los tiempos antiguos, la humanidad, ciega ante su propia ruina, se dejó consumir por el calor de un sol que ya no los reconocía.