La imagen que la mayoría de los colombianos tiene del río Bogotá es la de un maloliente cuerpo de agua, muerto y cubierto por espumas blancas. Seguramente, para un gran número es bastante difícil imaginar que, en su nacimiento, en el páramo de Guacheneque, sus aguas cristalinas se pueden beber. Y, aún más difícil de creer, sus aguas proveen alrededor del 50 % del agua potable que usamos en Bogotá, gracias a la planta de tratamiento de Tibitoc en Tocancipá, la cual inició operaciones desde 1959. Así las cosas, la cuenca alta del río Bogotá es de las de mayor importancia para la seguridad hídrica del país, si no la más importante; pese a esto, es una de las más castigadas por la indiferencia ciudadana y por la inoperancia estatal.
En sentido opuesto, la ancestral relación muisca con este territorio era completamente diferente; no se basaba en el sometimiento utilitario de la cuenca sino en lo que el filósofo Friedrich Schleiermacher denominaría como «un sentimiento de dependencia del infinito», una relación desde lo sagrado. Según los cronistas, el agua fue elevada a la posición de deidad con el nombre de Sie, quien acompañaría a los muiscas desde el nacimiento hasta la muerte. Para el parto, las mujeres se iban solas a la orilla del río y, luego de dar a luz, se bañaban con su hijo, y la primera ofrenda, que generaba una nutrida ceremonia, era cortar los cabellos del recién nacido para entregarlos al río. ¡Qué diferente es nuestra relación presente! En la actualidad, los primeros contactos de la empresa humana con el río no son solo las aguas residuales de dieciocho municipios, sino que también son protagonistas metales pesados como el cromo, el manganeso, el cadmio y el plomo de los cuales los últimos superan los valores establecidos por la norma nacional. También son vertidos los residuos industriales de aproximadamente 180 curtiembres y las aguas residuales impregnadas en pesticidas que generan los papicultores producto de las actividades agrícolas.
Al bajar del páramo, el río se encuentra con Villapinzón, un municipio fundado en 1764, el cual, 255 años después, no cuenta con planta de tratamiento de aguas residuales (ptar). Las antiguas ofrendas a Sie han sido reemplazadas por fluidos excrementales que abrazan y estrangulan el flujo vital paramuno.
En medio de todo entramado de jurisprudencia, bradipsiquia de algunas instituciones y dineros públicos refundidos, tenemos tres caminos posibles. El primero de ellos es optar por continuar caminando con adiaforía sumergidos en un total disentimiento. El segundo es liberar el pathos de la indignación en los teclados, señalar a los posibles culpables institucionales y exponer en publicaciones virtuales a quienes sean señalados de corrupción. El tercero consiste en darle espacio al pathos de la indignación para que transite hacia el de la acción. Es posible que a la luz de la crisis ambiental global el deber ser oriente a tomar los caminos dos y tres. El segundo camino es ampliamente conocido por la mayoría de nosotros. El tercero, el más necesario, suele ser esquivo para muchos, suele ser pantanoso, a lo sumo incómodo. Siempre es más confortable que sean otros los que actúen y gasten calorías; de hecho, eso permite señalar falencias de quienes actúan desde el papel del docto espectador.
La cuenca alta del río Bogotá demanda con urgencia acciones ciudadanas y voluntad política. Los ciudadanos no podemos darle más espacio al mal consentido con la complicidad del espectador indiferente. Cerrar los ojos está permitiendo que sigan sucediendo tragedias, y el espectador tiene la potencia de frenar una acción proyectada o una en marcha. Frente a este punto existe una ventaja histórica relevante y se expresa en la voluntad de muchos campesinos que quieren proteger la cuenca y, si los tomadores de decisiones le dan el justo peso antropológico a esta decisión y establecen una disposición a la gobernanza, el futuro de la cuenca tendrá una densidad de probabilidades orientada a la sostenibilidad. El impulso de la reforestación de predios y el desarrollo de sistemas silvopastoriles pueden aliviar la presión que actualmente ejercemos sobre los ecosistemas de la región.
Cada sorbo de agua que la cuenca nos entrega en Bogotá representa una responsabilidad para quienes hemos abusado de la generosidad de Sie. Hay que reconocerlo con franqueza: hemos profanado el ciclo del agua y subvaloramos a tal extremo, que la misma agua que usamos para beber es la misma con la que llenamos los tanques de los sanitarios. Es definitivo: Ante el silencio de muchas de nuestras instituciones, nosotros tenemos el imperativo ético de tomar la palabra mediante la acción.