El Esplendor y la Ruina: Un Viaje por “El Mundo de Ayer” de Stefan Zweig

Una lectura de El Mundo de Ayer

En la vasta y enigmática biblioteca del tiempo, donde los libros que fueron se encuentran con los que serán, hay volúmenes que resplandecen con una luz melancólica, como si cada página susurrara un adiós. Uno de esos tomos es El Mundo de Ayer de Stefan Zweig, una obra que, como una fotografía amarillenta, captura la esencia de una Europa que ya no existe. Zweig, con su pluma de precisión quirúrgica y su alma de poeta errante, nos guía a través de un pasado que no es solamente suyo, sino de todos aquellos que sienten el peso de la historia en sus corazones.

Zweig no escribió una autobiografía al uso; más bien, esculpió un monumento a un mundo perdido, un universo que, como un imperio en decadencia, se desmoronó bajo el peso de sus propias contradicciones. Nacido en la Viena del Imperio Austrohúngaro, Zweig nos presenta esa ciudad como el epítome de la cultura, un crisol donde se funden las artes, la música y el pensamiento. En sus descripciones, Viena se alza como un Olimpo terrenal, donde dioses mortales—artistas, poetas, filósofos—habitan en armonía, ajenos al temblor que pronto sacudiría sus cimientos.

En la prosa de Zweig, se percibe el eco de un tiempo donde la elegancia y el refinamiento parecían eternos. Pero al igual que en la Biblioteca de Babel de Borges, donde cada libro contiene la totalidad del conocimiento y, al mismo tiempo, el caos, el mundo que Zweig evoca está impregnado de una paradoja inevitable. El esplendor de la Viena dorada estaba construido sobre arenas movedizas, sobre la presunción de que la cultura podía eternamente contener las pasiones desatadas del hombre. La Primera Guerra Mundial se alza como un espectro ominoso en las páginas de El Mundo de Ayer, recordándonos que incluso el más glorioso de los palacios puede desmoronarse cuando el suelo cede bajo sus fundamentos.

Zweig, en su exilio forzado, es un viajero sin hogar, un Odiseo que nunca encontrará Ítaca, porque Ítaca ya no existe. Es aquí donde la obra de Zweig se encuentra con la visión borgiana del tiempo como un ciclo interminable de repeticiones y olvidos. Zweig mira al pasado con una nostalgia que roza la desesperación, pero también con la lucidez de quien entiende que ese pasado no es más que un sueño al que no se puede regresar. La Europa de Zweig, como los libros en la Biblioteca de Babel, es infinita en su variedad, pero finita en su existencia. Su desaparición es tan inevitable como lo es el olvido en la infinita repetición del tiempo.

Sin embargo, en su recuento de las glorias perdidas, Zweig nos ofrece más que una simple elegía. El Mundo de Ayer es también un canto a la resistencia del espíritu humano, a la idea de que, aunque las civilizaciones puedan caer, los recuerdos, las ideas, y la cultura pueden persistir en la memoria colectiva, al menos hasta que el ciclo de la historia los arrase nuevamente. En su evocación de ese mundo perdido, Zweig nos deja una advertencia y un consuelo: la historia es un río imparable, y aunque no podamos detener su curso, podemos aprender a navegar en sus aguas turbulentas.

Sin embargo, no todos compartieron la visión nostálgica y algo romántica de Stefan Zweig. Hannah Arendt ofreció una crítica penetrante a la obra de Zweig. Para Arendt, El Mundo de Ayer es, en muchos sentidos, una elegía por una Europa que ya estaba condenada, un testimonio de la ceguera de la intelectualidad europea ante las realidades políticas y sociales que se estaban gestando. Arendt vio en la obra de Zweig un reflejo de la desconexión de los intelectuales europeos, quienes, en su afán por preservar un ideal de cultura y civilización, se negaron a reconocer los signos de la destrucción inminente.

Arendt argumenta que Zweig y su generación de intelectuales eran parte de una élite que vivía en una especie de torre de marfil, aislada de las tensiones y sufrimientos de la gente común. Esta élite se aferraba a una idea de Europa como el centro de la civilización y el humanismo, sin ver que esta misma idea estaba erosionándose bajo el peso de las desigualdades sociales, el nacionalismo extremo y el antisemitismo rampante. Para Arendt, la nostalgia de Zweig por el mundo de ayer es, en parte, una nostalgia por una Europa que, aunque gloriosa en muchos aspectos, estaba ya profundamente fracturada.

En su crítica, Arendt no rechaza la belleza ni el valor de la obra de Zweig, pero subraya que su lamento por una Europa perdida es también un lamento por una ilusión. Zweig, en su deseo de preservar la memoria de un mundo de esplendor cultural, tal vez minimizó o ignoró las sombras que ya se cernían sobre él. Arendt nos invita a leer El Mundo de Ayer no solo como un canto a la gloria pasada, sino como una advertencia de los peligros de idealizar un pasado sin enfrentar las realidades que llevaron a su destrucción. La obra de Zweig, bajo la lente crítica de Arendt, se convierte en un espejo que refleja tanto la grandeza como las fallas de una Europa que no pudo salvarse a sí misma.

Posescriptum

Conversando con mi buen amigo Fernando Galindo, me enteré de que la primera edición en español de El Mundo de Ayer, que es precisamente la que tengo, carece de un capítulo: “La Primavera de una Revolución” (“Die Frühling einer Revolution” en alemán). Este capítulo aborda de manera específica la Revolución Rusa de 1917 y su impacto en Europa. En la década de 1940, el mundo se encontraba en plena Segunda Guerra Mundial, y la Revolución Rusa aún generaba fuertes controversias políticas. La editorial Losada, ubicada en Argentina, operaba en un entorno político complejo, donde los movimientos comunistas y las ideas revolucionarias estaban bajo constante escrutinio y censura. Para evitar posibles conflictos con las autoridades o con ciertos sectores del público, que podrían haber considerado problemático incluir un capítulo sobre la Revolución Rusa, la editorial podría haber decidido omitirlo deliberadamente.