El espejismo del oro

Un diálogo con el cuarto viaje de Gulliver

En uno de los recodos más oscuros de la vasta literatura, hallamos el cuarto viaje de Lemuel Gulliver, donde Jonathan Swift, con su mordaz ironía, despliega una paradoja que la humanidad, en su insaciable búsqueda de racionalidad, parece ignorar: la adoración irracional del oro y otras piedras relucientes. Swift, al igual que los antiguos metafísicos, parece querer revelarnos que la realidad no es más que un tejido de ficciones consensuadas, y que el valor que atribuimos a ciertas cosas es meramente un artificio de nuestra mente.

En la tierra de los Houyhnhnms, esos caballos que, con su serena lógica, han trascendido las pasiones humanas, Gulliver descubre un mundo desprovisto de ambiciones materiales. Para ellos, el oro no es más que una curiosidad sin importancia, una materia sin más utilidad que la que podría tener una roca al borde del camino. No pueden comprender cómo los humanos han erigido sus vidas alrededor de lo que no es más que un destello fugaz, un reflejo sin sustancia. “Los Yahoos”, observan los Houyhnhnms, “son las criaturas más odiosas que hemos visto, porque no solo se matan entre sí por la posesión de piedras brillantes, sino que las esconden en la tierra, de donde las sacaron, y no las usan más que para dañarse mutuamente o para engrandecer su orgullo, como si lo que brilla fuera superior a lo que es útil.”

Esta escena, que en la pluma de Swift se presenta como una burla sutil, podría interpretarse como un eco de las enseñanzas de Heráclito o de aquellos filósofos que nos advirtieron sobre los peligros de confundir la sombra con la realidad. Al igual que los prisioneros en la caverna platónica, los hombres han preferido la sombra dorada de las piedras preciosas al resplandor auténtico de la verdad. Hemos olvidado que el oro, en su origen, no es más que un mineral enterrado en las entrañas de la tierra, y que su brillo no es sino una propiedad física, una cualidad contingente.

La historia moderna ofrece una confirmación adicional de esta irracionalidad: durante las crisis económicas, el oro resurge como refugio de capitales, un santuario ilusorio donde los miedos financieros encuentran consuelo. Cuando las monedas y los mercados vacilan, el hombre, en su temor atávico, regresa al oro como si fuese un ancla en medio de la tormenta. Este comportamiento revela, una vez más, nuestra dependencia de símbolos cuyo valor reside más en la tradición y el mito que en la realidad objetiva. En lugar de cuestionar las estructuras que nos han llevado al borde del abismo, nos refugiamos en un metal que, paradójicamente, jamás ha tenido el poder de resolver las crisis que supuestamente mitiga.

El oro, ese ídolo sin rostro, ha sido la causa de innumerables guerras y sufrimientos, un objeto de deseo que ha eclipsado el sentido común. Pero, ¿qué es el oro sino una ficción consensuada? Apenas el siete por ciento de la producción global de oro se destina a la tecnología, un uso que podríamos considerar verdaderamente útil; el resto, en su mayoría, se transforma en lingotes y joyas, acumulándose en cajas fuertes o adornando cuerpos como símbolo de estatus. En las sociedades humanas, hemos atribuido a este metal un valor absoluto, olvidando que su importancia es, en última instancia, un acuerdo tácito, una convención que hemos adoptado por conveniencia o inercia. En este sentido, el oro no es distinto de las palabras que pronunciamos o de los símbolos que trazamos en el papel: su poder radica únicamente en nuestra creencia en su poder.

Así como las antiguas civilizaciones adoraron dioses que hoy consideramos mitos, nuestra devoción por el oro podría ser vista por futuros observadores como una superstición arcaica, una muestra de la irracionalidad que subyace en la naturaleza humana. Swift, con su característico pesimismo, nos invita a reflexionar sobre esta adoración absurda, sugiriendo que tal vez hemos construido nuestras vidas sobre un cimiento tan frágil como las ilusiones que perseguimos.

Es posible que, en el fondo, Swift no esté hablando del oro en sí, sino de algo mucho más profundo: la tendencia humana a aferrarse a lo efímero, a confundir lo transitorio con lo eterno. Como un alquimista que busca transmutar el plomo en oro, el hombre ha intentado transformar la materia en significado, sin darse cuenta de que en el proceso ha perdido el sentido de lo esencial.

En última instancia, la pregunta que Swift nos deja es tan inquietante como ineludible: si el valor del oro es una ilusión, ¿cuántas otras ilusiones nos gobiernan? ¿Cuántos espejismos más nos quedan por descubrir?