El año 1816 es recordado como “el año sin verano”, una estación en que la naturaleza misma pareció conspirar para envolver al mundo en una neblina de desolación. Este evento climático, tan insólito como inquietante, tuvo su origen en la erupción del volcán Tambora, en una lejana isla de Indonesia, en abril de 1815. La explosión, una de las más colosales que la historia haya presenciado, expulsó a la atmósfera una densa capa de cenizas que cubrió el cielo y distorsionó el clima en gran parte del planeta. Las consecuencias fueron devastadoras: cosechas arruinadas, hambrunas, y un verano que nunca llegó. Pero, de esa envoltura de penumbra, brotó una chispa creativa que daría vida a una de las obras más emblemáticas del Romanticismo: Frankenstein de Mary Shelley.
Para comprender el “año sin verano” y su conexión con la creación de Frankenstein, es esencial entender qué es un invierno volcánico y cómo se produce. Los inviernos volcánicos ocurren cuando una erupción volcánica de gran magnitud libera enormes cantidades de ceniza, dióxido de azufre y otros gases a la atmósfera. Estas partículas finas son expulsadas hasta la estratosfera, donde pueden permanecer durante meses o incluso años. Al dispersarse, forman una capa que refleja parte de la radiación solar de vuelta al espacio, disminuyendo la cantidad de luz y calor que llega a la superficie terrestre, un fenómeno conocido como efecto albedo. Esto provoca un enfriamiento global que puede alterar los patrones climáticos, llevando a fenómenos como el verano perpetuamente nublado y frío de 1816. La erupción del Tambora fue tan potente que sumió al planeta en un estado de invierno prolongado, desestabilizó las estaciones y afectó profundamente la vida cotidiana.
Aquel verano de 1816, que en lugar de traer sol y calor trajo lluvias interminables y un cielo perpetuamente encapotado, se convirtió en un catalizador de creatividad para un grupo de jóvenes escritores que, refugiados en Villa Diodati, una mansión a orillas del lago de Ginebra, buscaron en la literatura un escape de la sombría realidad que los rodeaba. Entre ellos se encontraban Mary Shelley, su esposo Percy Bysshe Shelley, Lord Byron y John Polidori. Condenados a permanecer dentro de la villa por el clima inclemente, estos espíritus inquietos se entregaron a la lectura, la conversación y la invención.
En una de aquellas noches interminables, fue Lord Byron quien, en un gesto que parecía un simple entretenimiento, propuso a los presentes escribir cada uno una historia de terror. Esta sugerencia, nacida del tedio y la claustrofobia de un verano inexistente, sería el impulso que llevaría a Mary Shelley a concebir la historia de un hombre que desafía los límites de la creación y paga un precio terrible por su audacia. Así, en medio de la oscuridad que cubría tanto el paisaje como sus propias mentes, surgió la semilla de Frankenstein; o, el moderno Prometeo.
La relación entre Frankenstein y el “año sin verano” no es solo un capricho de la historia; es una conexión profunda y simbólica. El clima tenebroso y las condiciones atmosféricas extremas que envolvían a los escritores en Villa Diodati encontraron eco en la narrativa de Shelley. La ámbito de la novela, cargado de tensión y de un sentimiento de inquietud incesante, refleja fielmente el estado de ánimo de aquellos días. El joven Victor Frankenstein, al igual que su creadora, es testigo de una naturaleza en rebelión, de fuerzas que escapan a su dominio, y es en este entorno donde comete su mayor transgresión: intentar controlar la vida y la muerte.
Una de las citas más reveladoras de la novela, que captura esta lucha contra la oscuridad y el poder sobre la muerte, es cuando Victor Frankenstein confiesa: “La vida y la muerte me parecían límites ideales que debía superar antes de poder derramar una corriente de luz en nuestro oscuro mundo.” En estas palabras resuena la ambición de Shelley y de su tiempo: el deseo de romper las barreras de lo conocido, de iluminar con el poder de la razón y la ciencia los amagartorios más oscuros de la existencia. Pero también subyace en ellas un tono de advertencia, un presagio de las consecuencias de desafiar lo inmutable.
La novela Frankenstein es, en muchos sentidos, un reflejo de la fascinación y el temor que la humanidad siente ante los misterios de la ciencia y las fuerzas naturales. La tormenta eléctrica que Shelley describe, cuando la criatura cobra vida, no es solo un recurso narrativo; es un espejo del caos atmosférico que los propios autores experimentaban. Las tormentas que azotaban Suiza aquel verano, el frío que calaba hasta los huesos, y la sensación de estar atrapados en un mundo fuera de su órbita, encontraron su expresión más profunda en la creación literaria.
El “año sin verano” simboliza, asimismo, la incertidumbre y el miedo ante lo desconocido, temas que palpitan en el corazón de Frankenstein. Shelley no solo estaba escribiendo una historia de horror, sino que estaba explorando las profundidades de la ambición humana, su deseo de dominar la naturaleza, y las terribles consecuencias de tal hybris. El clima, con su comportamiento errático y amenazante, no era sino una extensión de esa misma naturaleza que Victor Frankenstein intentó subyugar.
La estancia en Villa Diodati, bajo la ominosa sombra del Tambora, y la gestación de Frankenstein ejemplifican cómo las condiciones externas, por adversas que sean, pueden ser el terreno fértil para la creatividad más trascendental. Mary Shelley, apenas una joven de 18 años, logró canalizar la oscuridad literal y metafórica que la rodeaba en una obra que no solo sobrevivió al paso del tiempo, sino que se convirtió en un hito en la literatura.
La erupción del Tambora y el año sin verano no solo alteraron el curso de la historia climática, sino que también jugaron un papel fundamental en el nacimiento de una de las figuras más icónicas de la literatura gótica. Frankenstein es testimonio del poder de la naturaleza para inspirar tanto miedo como creación, y de cómo incluso en los momentos más oscuros puede surgir una destello de genialidad.