Los bosques son una herramienta terapéutica potente para la salud humana
Desde los albores de nuestra especie, las diferentes organizaciones humanas han interactuado con las profundidades de los bosques y han encontrado en ellas alimentos, maderas, fibras y sustancias terapéuticas. Es muy frecuente que cuando pensemos en un aire saludable llegue a nuestra mente la imagen de un bosque para recordarnos el significado de la tranquilidad. Asimismo, en las interacciones humanas con los organismos que habitan los bosques, se han producido saltos interespecie que se traducen en enfermedades cuyos tratamientos efectivos han sido otorgados por los mismos bosques. Y, como lo han dilucidado las fuentes de la historia, a medida que las culturas fueron desapareciendo, arrastraron al espacio del olvido tradiciones ancestrales que les permitieron sobrevivir por milenos. Fue así que, a la llegada de los colonos y con la expansión de la frontera agrícola, la medicina europea conoció las denominadas enfermedades tropicales y esto terminó costando la vida a miles de personas.
En 1770 el médico norteamericano Hugh Williamson publicó un artículo en el que destacó la “limpieza” (deforestación) de las franjas de bosques. Otros de sus colegas creían que esta “estrategia” permitía una mejor circulación del aire. A su vez, uno de los biólogos que promovió con gran resonancia la necesidad de transformar los bosques fue el naturalista Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, quien mostró a los bosques primarios como un escenario de putrefacción y animales venenosos. “¡Lo hermoso es la naturaleza cultivada!”, afirmaba el conde. Ese era el momento de la explosión de la Ilustración y la relación hombre-bosques estaba medida por la transformación, viendo en estos ecosistemas un obstáculo para el progreso ilimitado que prometía la apropiación del mundo y sus confines. Afortunadamente, durante los siglos xx y xxi la ciencia expuso otras miradas y evidencias. En este capítulo se aborda la conexión entre los bosques y la salud humana, teniendo presente la evidencia disponible en la literatura médica.
La solastalgia y el baño de bosque
La sociedad del rendimiento y el constante llamado a la productividad laboral han llevado a que cada vez más seres humanos vivan en las ciudades. Quienes permanecen en las áreas rurales presencian la transformación de bosques, humedales, montañas y ríos, entre otros ecosistemas. En las ciudades el concreto, los vidrios, el humo de los tubos de escape, el ruido de los motores y el afán de los peatones, se entremezclan con el arbolado urbano y con el vuelo y el canto ocasional de algunas aves.
En la ruralidad se narran las historias de los cantos de las aves que no volvieron, de los ríos que se secaron y de los árboles centenarios convertidos en recuerdo. Es así que se da una experiencia de pérdida y profundo malestar ante la destrucción de la naturaleza. En el año 2005, el filósofo australiano Gleen Albrecht acuñó el neologismo solastalgia con el objetivo de conceptualizar este tipo de angustia. En 2015, la prestigiosa revista The Lancet decidió incluir esta condición como uno de los efectos del cambio ambiental global en la salud humana (The Lancet Commission, 2015).
En los albores del siglo xxi Australia experimentó una sequía que duró cerca de una década. Al estudiar a las poblaciones afectadas, se encontró un incremento de la ansiedad y de la incidencia de trastornos depresivos. Estos mismos efectos se han reportado ante la destrucción provocada por huracanes, inundaciones y, en general, por la pérdida de los entornos naturales. En efecto, la solastalgia es un concepto que se muestra cada vez más útil para tratar de comprender los vínculos entre la salud de los ecosistemas y la salud humana. Dada la velocidad y escala del cambio climático, y el avance frenético de la extracción de recursos, más y más personas experimentarán la transformación no deseada de paisajes preciados y de angustia solastálgica.
Un grupo de investigadores del Japón efectuó un metaanálisis en el que incluyeron veinte estudios que relacionaban el comportamiento de la presión arterial y los bosques. Específicamente, estudiaron el efecto Shinrin-yuku conocido como “baño de bosque”. Esta es una actividad que se realiza visitando un bosque y procurando usar los cinco sentidos, con el fin de obtener una sensación de bienestar. Los resultados de la investigación japonesa evidenciaron que en el entorno forestal tanto la presión arterial sistólica como la diastólica fueron significativamente más bajas que fuera de él (Ideno, 2017). El deterioro de la salud mental es una preocupación que va creciendo en la salud pública mundial, de tal suerte que las psicoterapias y los medicamentos antidepresivos son herramientas terapéuticas cada vez más usadas por la medicina. Los bosques pueden jugar un rol importante en este tipo de patologías. Diferentes estudios concluyen que la práctica del Shinrin-ku produce mejoras significativas de la salud mental de los pacientes, especialmente en aquellos que presentan cuadros depresivos (Furuyashiki et al., 2019).
Las picaduras de Humboldt y la genialidad del doctor Finlay
En 1799, once años después de la muerte del conde de Buffon, zarpó en una expedición científica colosal desde Europa hacia América un naturalista alemán que influyó disruptivamente en la manera como la ciencia pensaba los bosques: Alexander von Humboldt. Andrea Wulf, en su libro The Invention of Nature, a partir de un profundo análisis de su obra y su incidencia señala cómo este científico alemán
revolucionó la forma como nosotros vemos el mundo natural. Nada, ni siquiera el organismo más pequeño, puede ser mirado por sí mismo. En esta gran cadena de causas y efectos, Humboldt afirmó [que]: ‘ningún hecho puede ser considerado en aislamiento’ y, con esta visión, él inventó la noción del tejido de la vida, el concepto de la naturaleza como hoy lo conocemos (Wulf, 2015, p. 5).
Humboldt entendió que la destrucción del entorno natural tendría unas consecuencias catastróficas para nuestra especie. Así, por ejemplo, en sus memorias es posible leer las descripciones sobre las picaduras que sufría, según el momento del día, mientras viajaba por los ríos de la Orinoquia. Hasta ese momento no se tenía claro que estas incómodas situaciones pudieran ser la causa de múltiples enfermedades. El desconocimiento de esta circunstancia impedía que se pudieran frenar los brotes de la fiebre amarilla que había llegado desde los bosques africanos, a causa del infausto tráfico de esclavos. Tuvieron que pasar algo más de dos siglos, luego de la primera epidemia de fiebre amarilla que vivió América en Barbados, para que el médico cubano Carlos Juan Finlay, en 1881, descubriera que el mosquito Aedes aegypti era el agente intermediario. Es decir, este era el vector que transporta al virus causante de la enfermedad. Dicho mosquito posee una estructura arn sencilla (al igual que el sars-cov-2 causante de la covid-19). Este hallazgo del doctor Finlay revolucionaría la manera de estudiar las enfermedades tropicales que en ese momento constituían una barrera para la colonización de los bosques. Luego, en 1898, el médico y naturalista británico sir Ronald Ross descubrió —cuando trabajaba en la India— que la malaria era transmitida por otro mosquito: el anopheles.
Por esta misma época se estaba construyendo el Canal de Panamá, el cual implicaba destruir una amplia zona boscosa y demandaba enormes recursos financieros. La deforestación era una estrategia fundamental para estructurar el canal interoceánico, y esta tuvo como efecto la propagación de enfermedades como la fiebre amarilla, la malaria, la tuberculosis, la disentería y la neumonía. Entre 1881-1900 —periodo del proyecto francés de la construcción del Canal—, se registraron 6.280 muertes. Según el historiador Reymundo Guardián, la malaria fue responsable del 25 % de los fallecimientos y la fiebre amarilla del 18 %. El proyecto francés sucumbió ante la fuerza biológica de los bosques húmedos del Pacífico en el istmo de Panamá. Por esta razón, posteriormente llegó el proyecto estadounidense de construcción del Canal. Los registros de este hablan de 5.609 fallecimientos por enfermedades y accidentes. Tal parecía que la empresa norteamericana tendría el mismo destino que la europea, pero el médico militar William Gorgas cambió el destino al llevar a la práctica los conocimientos de su maestro, el doctor Finlay: las fumigaciones, los mosquiteros y la infraestructura sanitaria permitieron el avance del Canal de Panamá hasta su culminación.
El brillo de la chinchona y las recetas de Donald Trump
El sacerdote jesuita Alonso Messia Vanegas conoció en su Perú natal las propiedades medicinales de la corteza de chinchona, obtenida de los bosques tropicales. Conocida también como quina (Chinchona spp.), era un tratamiento eficaz contra la fiebre. Alistó un cargamento que llevó a Roma en 1630 y probó, ante el asombro europeo, los resultados sorprendentes de la medicina ancestral amazónica. La quina llegó a destacarse como una de las más importantes plantas medicinales del mundo y durante varios siglos fue el mejor tratamiento conocido contra la malaria. El polvo de la corteza llegó a pagarse, en momentos de escasez, a valores según su peso en oro, y se volvió fundamental en las guerras coloniales y en los proyectos de expansión agrícola y de infraestructura vial.
Igualmente, uno de los aspectos investigativos que mayor impulso tuvo dentro de la Expedición Botánica en la Nueva Granada fue el estudio de la quina. Así fue como la Amazonia y sus tesoros milenarios se conectaron con el resto del planeta. La historia cambió cuando se aisló el principio activo antimalárico de la quina en 1820: la quinina. Este alcaloide tiene propiedades antipiréticas, antipalúdicas y analgésicas. Por la elevada demanda en medio de los conflictos bélicos, la industria farmacéutica consiguió sintetizarla en 1944 y se abandonaron los métodos de explotación tradicional. Esto permitió que los ejércitos avanzaran en áreas selváticas. La quina, cuyo uso ancestral estaba enfocado en salvar la vida humana, ahora tenía un uso pervertido que favoreció la deforestación rampante y la muerte de millones de humanos en medio de disparos y bombas.
Las propiedades de esta sustancia amazónica se expresan en sus derivados cloroquina e hidroxicloroquina, ambos enfocados en el tratamiento antimalárico y de enfermedades autoinmunes. En 2020 estos derivados recobrarían fama mundial por las noticias sobre sus potenciales beneficios en el tratamiento de la covid-19, promovidos por los presidentes Donald Trump y Jair Bolsonaro. Pero la evidencia médica demostró que no existía tal beneficio.
Al realizar una búsqueda en las bases de datos médicas sobre la relación entre la malaria y la deforestación, los datos van más allá de la historia de la quina y es así como múltiples grupos de investigación siguen depurando las variables que miden esta compleja relación. Pese a que la incidencia de la malaria se redujo en un 41 % a nivel mundial entre 2000 y 2015, esta patología sigue teniendo peso sustancial en muchos países de ingresos bajos y medianos, con 228 millones de casos y 405.000 muertes en todo el mundo, como ocurrió en 2018. Los niños menores de cinco años son el grupo más vulnerable, al acumular el 67 % de las muertes por esta enfermedad. El 94 % de las muertes por malaria en 2018 se produjo en África (OMS, 2019). Afortunadamente, intervenciones como el uso de mosquiteros tratados con insecticida, la fumigación residual en interiores y el tratamiento clínico oportuno (Bhatt et al., 2015), así como la gestión ambiental (por ejemplo, drenaje y revestimiento de canales) y la modificación de la ubicación y diseño de las viviendas (Keizer, Singer y Utzinger, 2005), han conducido a que África actualmente haya reducido en 180.000 las muertes, en comparación con 2010. En 2018 se notificaron en Colombia 63.143 casos, y para el primer semestre de 2019 se registró un crecimiento del 34 % de los casos con respecto al mismo periodo en 2018.
¿Por qué hacer tanto énfasis en estos datos? Se ha descrito que la deforestación aumenta los factores de riesgo de malaria en algunos entornos, a través de múltiples mecanismos ecológicos. En relación con los bosques, las tierras deforestadas tienen temperaturas más altas (Lindblade, 2000), más luz solar y más agua estancada (Patz, 2000). Esto puede resultar en una aceleración de los ciclos de vida (Afrane, 2005), en tasas de pupación y crecimiento más rápidas (Munga, 2006), en mayor tiempo de supervivencia (Zhong, 2016), y en mayores tasas de picadura (Vittor, 2006) de mosquitos transmisores de la malaria. En relación con los bosques, las tierras taladas también tienen menos insectívoros y más especies que compiten por un nicho (Laporta, 2013). No obstante, existe una gran heterogeneidad en la manera como se expresan estos mecanismos ecológicos (Tucker, 2017). Así, por ejemplo, áreas deforestadas pueden verse favorecidas por algunas especies de mosquitos, pero no por otras (Burkett, 2017). Se considera que la deforestación conduce a un aumento de los mosquitos transmisores de la malaria en África y América Latina, pero a una disminución de estos mismos en Asia (Guerra, 2006); que las áreas pequeñas deforestadas pueden favorecer la malaria al producir una cubierta terrestre más hospitalaria para las larvas, mientras que las grandes extensiones destruidas pueden reducirlas (Singer y de Castro, 2006).
La deforestación no solo tiene efectos ecológicos sobre los mosquitos de la malaria, sino que también se asocia con cambios socioeconómicos que afectan las tasas de malaria en humanos: la deforestación es comúnmente asociada con condiciones inestables como la rápida inmigración, las malas condiciones nutricionales, una precaria calidad de las viviendas y con la escasa disponibilidad de servicios de salud, todo lo cual puede resultar en una “frontera de la malaria” (de Castro, 2006). Las primeras etapas del asentamiento fronterizo pueden tener efectos de incremento de los contagios, seguido de reducciones posteriores (Baeza, 2017). Pareciera que los efectos de la “malaria fronteriza” se disipan después de seis a ocho años.
Ahora bien, la relación entre la deforestación y la malaria es compleja, y en ella las medidas de salud pública tienen una injerencia determinante. Por ejemplo, la “paradoja de los arrozales” describe cómo en comunidades cercanas a los proyectos de riego, en lugar de presentarse más casos de malaria se presentaban menos, a pesar del aumento de mosquitos anofeles. Y esto está dado tal vez porque el aumento de la riqueza gracias al riego llevó a un mayor uso de mosquiteros, y a mayor acceso y mejores cuidados de la salud (Ijumba y Lindsay, 2001).
Si bien en los años sesenta del siglo pasado Venezuela fue el primer país del mundo que eliminó malaria en el 70% de su territorio, hoy en día la evidencia señala que en el sur del país, donde la deforestación avanza sin control, la extracción de oro parece impulsar brotes epidémicos de malaria a partir de 2014. (Grillet et al. 2021). Como lo señala un informe del Consejo Internacional de Organizaciones con Servicio en SIDA (ICASO) y Global Development One (GDO) enfocado en la situación de malaria en Venezuela entre enero del 2000 y junio 2019, las tasas actuales de morbilidad y mortalidad de malaria en ese país son asombrosas. Entre 2000 y 2018 se reportaron 1,97 millones de casos —un aumento del 1260 %, pasando de 29.736 casos en 2000 a 404.924 en 2018—, con posible riesgo de un brote regional que afecte áreas fronterizas con Brasil, Colombia y Guyana, y a otros países vecinos, teniendo en cuenta el flujo de migrantes y refugiados venezolanos en la región como resultado de la crisis política y económica por la que atraviesa el país (Villegas y Torres, s.f.).
Se debe tener presente que, además de la deforestación, afectan la prevalencia de la malaria en humanos factores como la temperatura y la precipitación, la estacionalidad, la edad, el acceso a las instalaciones de salud y conductas de evitación como instalar mosquiteros en las ventanas, reducir el agua estancada y las estrategias de fumigación. Es así que el vínculo entre la deforestación y la malaria denota una gran complejidad y requiere analizar varias escalas temporales y sociales (Singer, 2006).
Epidemias, pandemias y deforestación
La caza de fauna silvestre con fines alimentarios es también una actividad que implica un riesgo importante de transmisión de enfermedades entre especies. Cuando los agentes causantes de enfermedades pasan de los animales al hombre, se habla de zoonosis. Un asunto para tener presente es que cerca del 70 % de las enfermedades infecciosas humanas son zoonóticas (Wang, 2014). La presión del comercio global y la expansión de la frontera agrícola terminan consiguiendo un aumento del contacto entre humanos y la fauna silvestre. Es así que la deforestación de los bosques tropicales es una de las causas del aumento del contacto entre la vida silvestre y los cazadores (Wolfe, 2005). Enfermedades emergentes como el sars, vih y varios tipos de gripe han conseguido cruzar a los humanos desde otras especies, fenómeno conocido como salto interespecie (Longdon et al., 2014).
Desde hace varias décadas se habla sobre el vínculo entre la destrucción de los bosques y el desarrollo de epidemias dadas por enfermedades zoonóticas, con el potencial de convertirse en una pandemia (Allen, 2017). Poder establecer esta asociación estadística necesita la caracterización de múltiples aspectos. Con ocasión de la actual crisis sanitaria mundial desencadenada por el sars-cov-2, se plantea la posibilidad de que se hubiera generado un salto interespecie del murciélago al pangolín, y de este al ser humano (Xiao et al., 2020). Esta teoría tiene en cuenta factores estudiados en los genomas virales de diferentes tipos de coronavirus y patrones culturales presentes en Wuhan (China), punto cero de la pandemia. Las investigaciones han logrado caracterizar como factores de riesgo, para enfermedades zoonóticas, el tráfico de especies y la expansión de la frontera agrícola (Rohr et al., 2019). Particularmente, en el caso de la covid-19 este es un asunto que aún se encuentra en estudio e inevitablemente suscita fuertes tensiones geopolíticas. A su vez, lamentablemente, la evidencia sugiere que la pandemia covid-19 ha estimulado la tala ilegal, oportunista e infame de los bosques tropicales. En el primer mes de confinamiento decretado por los diferentes gobiernos, se detectaron 9.583 km2 de alertas de deforestación en los estudios del Global Land Analysis and Discovery (glad). Al comparar esta cifra con un periodo similar en 2019, cuando se destruyeron 4.732 km2, vemos que el ascenso es del doble. El incremento de la deforestación durante el primer mes de confinamiento fue de un 63 % en América, 136 % en África y 63 % en Asia y el Pacífico (Brancalion et al., 2020).
En el caso del ébola, cuyos brotes pueden resultar en tasas de letalidad entre el 50 % y el 90 %, la asociación con la tala de bosques tiene datos que vale la pena revisar (Wallace, 2014). Con la utilización de sofisticadas técnicas de teledetección en África Central y Occidental, se ha podido establecer que en 27 sitios de brotes y 280 sitios de control comparables, se evidencian brotes ubicados a lo largo de los límites de la selva tropical asociados significativamente con las pérdidas de bosques en los dos años anteriores. Esta asociación fue más fuerte para los bosques primarios (>83 %), tanto intactos como secundarios, de un rango de alturas de árboles de 5 a 19 m. Diferentes grupos de investigación sugieren que la mayor probabilidad de que ocurra un brote por el ebolavirus en un sitio está relacionada con eventos recientes de deforestación y, como medida de salud pública sugieren prevenir la pérdida de bosques ya que esta podría reducir la probabilidad de brotes futuros (Olivero, 2017).
Es imperativo recordar que los reservorios más importantes de virus con potencial pandémico son los mamíferos (en particular los murciélagos, roedores, primates), algunas aves acuáticas y aves de corral. Se estima que existen entre 631.000 a 827.000 tipos de virus habitando en los mamíferos con capacidad para infectar a los seres humanos (ipbes, 2020). La explotación insostenible del ambiente debido al cambio de uso de la tierra, la destrucción de los bosques, la expansión agrícola y la intensificación, el comercio y el consumo de vida silvestre pueden ser considerados como factores detonantes de futuras pandemias. No es posible que pase inadvertido que la transformación del uso del suelo es responsable de más del 30 % de las nuevas enfermedades notificadas desde 1960 (Loh et al., 2015).
Los bosques y la calidad del aire
La manera como las plantas usan el aire y el sol ha cautivado la mente humana desde hace milenios. En el siglo v a.C., Empédocles afirmó que las plantas asimilaban el aire por las hojas, pero esta teoría no tuvo mucha simpatía y, posteriormente, entre los discípulos aristotélicos fue relegada. Ni siquiera el médico y botánico Dioscórides en el siglo I —quien escribió una extensa obra sobre medicina en la que incluyó más de 600 plantas medicinales— alcanzó a imaginar la profunda relación entre el aire y la fisiología de las plantas. La humanidad tuvo que esperar hasta finales del siglo xviii, cuando el clérigo Joseph Priestley demostró las emisiones de oxígeno generadas por las plantas en el día y las de dióxido de carbono en las noches. Por esa misma época, los estudios del médico Jan Ingenhousz sobre el dióxido de carbono sorprendieron tanto a la comunidad médica que, incluso, surgió la recomendación infundada de retirar en las noches las plantas de las habitaciones para evitar potenciales intoxicaciones. Afortunadamente, la biología molecular le ha permitido a la ciencia aproximarse cada vez más a la fisiología vegetal y es así que se ha venido develando un vínculo entre los bosques, la calidad del aire y la salud humana.
El deterioro de la calidad del aire es un problema de salud pública que cada vez toma mayor protagonismo en sus discusiones. En la contaminación atmosférica colisionan, de manera frontal, la degradación ambiental y la salubridad. Se estima que al año mueren por esta causa alrededor de siete millones de personas en el mundo (oms, 2014). En Colombia, en el año 2018, perdieron la vida 15.681 personas por esta causa (ins, 2019). Las emisiones contaminantes aumentan la incidencia de enfermedades cardiovasculares, pulmonares y cerebrovasculares. Al tener en cuenta el estándar ambiental fijado por la oms en 2005 para la calidad del aire, se encontró que en 2018 solamente el 18% de las estaciones de monitoreo de calidad del aire del país cumplieron con el objetivo 3 de la OMS para PM 2.5, asimismo 76 % de los 78 municipios con sistema de monitorización de calidad del aire alcanzan niveles riesgosos para la salud humana (dnp, 2018). Es indispensable mencionar que en septiembre de 2021 la OMS fijó un nuevo estándar ambiental para calidad del aire, el cual es mucho más estricto. Ahora bien, es claro que Colombia en 16 años de existencia del anterior estándar ambiental jamás lo introdujo dentro de su normatividad y se conformó con fijar como meta de cumplimiento para 2030 el objetivo 3 y no el valor guía. Expliquemos lo anterior con un ejemplo centrándonos en los valores de material particulado PM 2.5: En 2005 la OMS sugirió un valor guía de 25ug/m3 en 24 horas, la norma colombiana (Resolución 2254 de 2017) dejó la cifra en 37ug/m3 en 24 horas y para 2030 se plantea mantener el mismo valor. Este valor corresponde a el objetivo 3 de 2005 de la OMS, el cual se estableció para darle tiempo a los países de alcanzar el valor guía. Ahora el nuevo valor guía de la OMS para este parámetro en 15 ug/m3 en 24 horas mientras el de Colombia continua en 37 ug/m3. A lo sumo, un alto porcentaje de las estaciones cumple con un mediocre estándar alejado de los valores guía fijados por la OMS. Esto es tan preocupante como si a Colombia le diera por cambiar los niveles de hemoglobina glucosilada (A1C) para diagnosticar la diabetes y los aumentará de 6.5% a 8.5% y que con esto se logrará reducir el número de pacientes diagnosticados con diabetes, ¡Absolutamente inaceptable! Hay que destacar que destacar que alrededor del 80 % de las personas que habitan las áreas urbanas del mundo, donde se cuenta con monitoreo para la calidad del aire, están expuestas a niveles contaminantes que superan el estándar fijado por la oms. Ahora bien, ¿es factible que los bosques urbanos sean un aporte a la solución del problema?
Los investigadores que estudian este problema con frecuencia desarrollan un ejercicio en el que, con la ayuda de monitores portátiles, registran los niveles de material particulado y de gases en las avenidas altamente transitadas, y los comparan con las mediciones bajo los árboles presentes en las inmediaciones de estas vías. Las diferencias sugieren un efecto benéfico de la presencia arbórea. Los árboles extraen del aire agentes contaminantes por dos rutas, principalmente. En primer lugar, toman gases y por medio de los estomas en sus hojas son capaces de capturar material particulado en la superficie de sus hojas y tallos. Analógicamente, los seres humanos podemos inhalar aire y capturar por adhesión en nuestra ropa material contaminante. Es claro que cuando los humanos inhalamos estas sustancias nos enfermamos, pero en las plantas la circunstancia es distinta. Cuando los contaminantes atmosféricos ingresan en el interior de las hojas, los gases y partículas se disuelven y cambian de estado, y operan como fertilizantes. Las plantas tienen requerimientos constantes de nitrógeno y azufre, elementos presentes en las emisiones que nos enferman. Hay que destacar que en el caso del ozono —altamente reactivo— este sí puede lesionar las hojas de los árboles.
La cantidad de partículas que logran ser extraídas del aire está relacionada con qué tan adhesivas y grandes sean las hojas. El material particulado no se queda sobre la superficie de la hoja de manera indefinida: las corrientes de viento pueden arrastrarlo quedando así nuevamente en suspensión. Todo indica que lo deseable es que los árboles seleccionados para ser ubicados cerca de las vías altamente transitadas tengan muy buen follaje y sean de gran tamaño. El caso de las coníferas es interesante: tienden a ser mejores en remover partículas porque tienen hojas permanentemente y están recubiertas de sustancias adherentes, por lo que las partículas tienden a unirse a sus hojas. Y en cuanto a los árboles caducifolios —es decir, aquellos que pierden sus hojas en determinados momentos del año— se encuentra el olmo, una de las mejores especies porque tienen hojas con una textura rugosa que es buena para captar partículas y, además, emiten menos compuestos orgánicos volátiles. Los estudios muestran que los árboles en las ciudades de Estados Unidos impiden 850 muertes al año y más de 670.000 casos de enfermedad respiratoria aguda (ira).
Conclusión
De lo expuesto en este capítulo podemos concluir que los bosques y los humanos hemos mantenido una relación en la que nuestra especie ha cometido errores al buscar transformarlos. La destrucción de los bosques no es solo una profunda herida ecológica, sino que deviene en brotes epidémicos con potencial pandémico frente a los cuales cada vez existe mayor evidencia. La vinculación nuestra con los bosques es tan entrañable que ellos no solo han sido la cuna de la etnofarmacia, sino que su deterioro afecta nuestra salud mental. La conservación de los bosques y la interacción con ellos son medidas que mejoran la salud cardiovascular y respiratoria. Es así que, las interacciones de los bosques y la salud humana, tanto en la ruralidad como en las ciudades, deben ser tomadas con alto valor a la hora de fijar los lineamientos de las políticas públicas.
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